El hombre contemporáneo, intelectualmente más avanzado, se debate continuamente entre conseguir las más altas cotas de libertad posibles y al tiempo alcanzar aquello que se parezca a la felicidad para la que la sociedad actual no está diseñada. La sociedad del cansancio, ese término que ha extendido con éxito Byung-Chul Han, generaliza y extiende la soledad como una pandemia difícilmente aplacable, premia la competitividad depredadora, la ambición y el poder, acentúa el aislamiento para que a la tolerancia y el diálogo no les quede lugar para la existencia… vamos, un desastre. En este territorio nacen los falsos mesías apostando por el pensamiento único, convenciendo a la ciudadanía que cedan sus derechos para un hipotético bien común como el de evitar la crítica al poder gobernante, coartan las libertades hasta límites que sólo hemos conocido en los regímenes totalitaristas. Cuanto más pasa el tiempo, Los juegos del hambre no parecen ya tanta ciencia ficción. Y en paralelo, el hombre más desarrollado, más culto, más intuitivo, tiende a buscar lugares de aislamiento voluntario donde alcanzar el máximo equilibrio posible. Ése que se acerca a la felicidad, ése que la aporta en dosis pequeñas, sencillas, a veces inadvertidas para la mayoría.
El estudio es para el artista uno de esos lugares donde puede encontrar el aislamiento necesario, donde jugando con su creatividad, puede encontrar o revivir la felicidad. Ese camino no es fácil, no es un paseo triunfal. A veces hay momentos de duda e inseguridad; Es normal. Todo lo importante implica esfuerzo, persistencia, motivación y, para llegar a ese punto de confianza y equilibrio, requiere eso que los japoneses conocen como ikigai, un objetivo de vida, una misión, un propósito. Cuando el artista intuitivo y sabio lo tiene, ya está en el camino. En esa necesidad de buscar un estadio superior de conciencia y equilibro, ha de buscar refugio en los momentos felices de su vida, que para muchos fue la infancia. El recuerdo y la memoria son los vehículos que trasladan al artista hasta él en yacimiento de vivencias deseadas. Entrando en un túnel del tiempo, minando en la mente, hasta encontrar la disculpa, el concreto detalle que, llevado al presente en un lienzo, adquiera una nueva perspectiva y un nuevo discurso. Un relato creíble y necesario.
Y veo la obra de José Antonio Chanivet un poco de esta manera. De hecho, una de sus pinturas se titula Cosas en la cabeza. En ella se acumulan, como en la mayoría de su trabajo actual, retazos del pasado y el presente conviviendo de una para aparentemente forzada, pero ordenadas buscando una armonía compositiva consecuencia del tanteo y la prueba de acierto y error. Entre los objetos hay un ciclista de plástico. Recuerdo de niño cómo me gustaba romper la bolsa en la que venían y jugar a alinearlos, a crear pelotones, a que uno de ellos se escapase. Lo interesante era como de niño relataba como un locutor cuanto estaba pasando, inventándome una historia, el relato de un sueño. Lo había olvidado por completo hasta que vi ese pequeño juguete que me llevo también al mismo túnel del tiempo que el artista usa para llegar a un paraíso de felicidad.
El estudio de Chanivet donde convive pasado y presente porque también ahí desarrolla su otra gran actividad creativa, la publicitaria, hay que entenderlo como la fuente de origen de su obra barroca de laboratorio. En él, ordenados en cajas, se almacenan a la espera de ser rescatados decenas de objetos, juguetes, fotos y todo tipo de encapsulados y moldes, de envoltorios y despojos que esperan una oportunidad para reinventarse en una función distinta a la de ser un número de archivo yaciente.
Su obra es un compendio de recuerdos e intereses. Algo por cierto sumamente postmoderno y alejado de la previsibilidad académica. En unas pinturas la composición es un camino de geometrías y grafismos, de cuadros dentro del cuadro, de texturas muy distintas conviviendo en el mismo teatro, de huellas destiladas del diseño gráfico tanto como de la inteligencia artificial. Pero lejos de lo que la vista puede engañar, su obra no son collages, sino la consecuencia y la representación de múltiples efectos tridimensionales que recuerdan la imagen de un collage. El arte no es lo que parece, sino lo que es. Pero la mayoría de las veces no se distingue el simulacro. Para muestras, las célebres pinturas de René Magritte, Ceci n’est pas une ponme y Ceci n’est pas une pipe y los interesantes puntos de vista al respecto de Foucault, acerca de la contradicción entre la palabra y la imagen, la representación y la realidad. Su reflexión sobre cómo eso pone en riesgo el arte entendido hasta entonces como “la equivalencia entre el hecho de la semejanza y la afirmación de un ligamen representativo”. Así de contradictoria pueden leerse también las complejas composiciones de Chanivet donde conviven dibujo y pintura.
Sus juegos de objetos de todo tipo, de plastilina, gelatinas y cristal, colocados como una naturaleza muerta son retratados al natural como hacías los impresionistas, invitan a ver su obra como algo abstracto alejado del propio relato o el título. Su obra, sin embargo, no está vacía de trucos de artista, de oficio, como las trasparencias que emulan la tridimensionalidad de algo plano. Imágenes invertidas al estilo Baselitz o Graham, texturas de puntos aumentados como Lichtenstein o Polke, o el uso entremezclado del aerógrafo, el dibujo y el acrílico…
Cientos de veces hemos visto como un niño sacaba el regalo de la caja y jugaba con la propia caja a que era una casa refugio. Se metía dentro, inventaba una historia imaginaria y dejaba volar su imaginación, despreciando el propio juguete que venía en el interior. Esa caja era un espacio de auténtica libertad y felicidad. Eso hace Chanivet en el taller de trabajo… quiero decir de juego.
Curator