EL CONFÍN DE LOS HÉROES

En la costa del norte de África, a un punto de Ceuta y bajo la sombra del monte Abyla, hay una isla que dicen del Perejil y que es refugio frecuente para contrabandistas. La leyenda cuenta que ese islote era el del Circe, donde encantó y esclavizó a los marineros de La Odisea.

Quizá, por tanto, no fuera el azar lo que llevó a James Joyce a situar en la otra orilla de ese Estrecho, Gibraltar le llaman, el monólogo final del personaje de Molly Boom, en su célebre novela “Ulises”.

El bajel de Odiseo sigue pasando por allí, por ese lugar donde cruzaron huestes guerreras y ahora brincan trabajadores sin papeles a la búsqueda de la utopía de la supervivencia.

Gibraltar y Abyla son las dos impresionantes moles minerales que reinan sobre el cuello de botella que separa al Mediterráneo del Atlántico. La mitología también quiso que se les llamara las Columnas de Hércules y es que dicen que hace mucho, cuando el mundo no era inocente pero el hombre lo parecía, África y Europa estuvieron unidas, el mar era un lago y más allá del océano, acechaban los monstruos. El héroe griego separó -ya para siempre- a los dos continentes y, en cierta medida, abrió la duda de que el non plus ultra fuera realmente el sanseacabó.

Es una historia antigua. Luego, vinieron barcos hacia las Indias, oro y mestizaje. El planeta se hizo esférico y el universo dejó de ser el monte Olimpo. Pero, hoy, por la carretera que bordea al Estrecho de Gibraltar, bien desde la orilla africana o desde la europea, el ser humano a veces se ve abrumado por el paisaje: tan lejos, tan cerca, las ciudades ultramarinas parecen a punto de tocarse y el contorno azul de las dos costas distintas juega a moverse, como si el mar se vaciara a sí mismo, o se inclinara como una tabla de surf sobre la perpendicular del horizonte. Suele ser, entonces, cuando llega un viento raro y fuerte que allí llaman levante y las nubes borran todo ese juego poderoso y terrible, las panorámicas se enmascaran como la bruma y hay un tiempo sin ámbito, donde nadie distingue la sombra de los barcos ni el orgullo de las cumbres.

Un amigo poeta me lo explicó: “Es un intento de protegernos la vista a los seres humanos, porque este es un paisaje propio de los dioses”.

Y otro amigo, pintor, me lo confirmó más tarde: “Este no es un lugar hecho a la medida del hombre, sino a la talla de los titanes”.

Quizá, tan sólo por ello, el arte -que quizá fuera el fuego que Prometeo robara antiguamente- suela ser el idioma vernáculo de ese desmedido confín de los héroes.

Juan José Téllez